Comentario
Los núcleos hispanocristianos que se apoyaron en el Pirineo durante el Alto Medievo -del reino vascón de Navarra a Occidente a los condados de la primitiva Cataluña en Oriente- experimentaran en los siglos siguientes una serie de reajustes políticos. El hegemónico reino de Navarra perderá importancia paulatinamente en beneficio del eje catalonoaragonés. Este se proyectará primero hacia el Ebro, y, más tarde, hacia el Levante y las islas del Mediterráneo occidental.
En Navarra la muerte del rey García Sánchez en Atapuerca a manos de los castellanoleoneses fue el primer aviso para un prometedor Estado que fue objeto de las ambiciones de sus vecinos aragoneses del Pirineo Central y, a la larga también, de la pujante dinastía Capeto.
Entre 1076 y 1134 Navarra unió sus destinos al reino de Aragón y, conjuntamente, ejercieron una fructífera expansión hasta más allá del curso medio del Ebro. Cuando soltó lazos de sus vecinos, Navarra se convirtió en un pequeño Estado que perdió su salida al mar a manos de Castilla. Apenas consiguió una compensación territorial con una pequeña expansión en Ultrapuertos, al otro lado del Pirineo.
La última dinastía indígena se extingue con la muerte de uno de los combatientes de la jornada de Las Navas de Tolosa: Sancho VII el Fuerte (1234). Durante algunos años gobernaría una familia de ascendencia francesa: la Casa de Champaña. Su última representante, Juana, casaría con Felipe IV el Hermoso. Navarra quedaba con ello reducida a la categoría de una mera provincia de los dominios Capeto.
En la Corona catalano-aragonesa, pese a las dificultades sufridas por los condados catalanes a fines del primer milenio -saqueo de Barcelona por Almanzor incluido- la recuperación fue notable desde los primeros años del siglo XI. La disolución del Califato de Córdoba y el relajamiento de los lazos feudovasalláticos mantenidos hasta entonces con la monarquía francesa colaboraron poderosamente a la afirmación de la primitiva Cataluña. Un siglo después, el conde barcelonés Ramón Berenguer III daba importantes pasos para la restauración de la sede metropolitana de Tarragona.
Para esas fechas, sus vecinos del Pirineo Central habían logrado éxitos notables. El condado de Aragón, elevado a la categoría de reino, se convirtió en la más importante fuerza aglutinadora: Sobrarbe y Ribagorza cayeron sin dificultades en su órbita. El propio reino de Navarra se unió a Aragón durante los reinados de Sancho Ramírez, Pedro I y Alfonso I el Batallador. Bajo el gobierno de éste, Aragón experimentó una impresionante expansión a costa de los musulmanes del valle del Ebro. A su muerte sin descendencia, los barones aragoneses eligieron a su hermano Ramiro II el Monje. Una hija de este -Petronila- casaría con Ramón Berenguer IV de Barcelona.
La unión de Cataluña y Aragón se mostró extraordinariamente fructífera. Con unos intereses a caballo del Pirineo, los primeros monarcas al frente de estos Estados (Alfonso II y Pedro II) mantuvieron una activa política al otro lado de la cordillera. La derrota de Muret en 1213, sin embargo, marcó el inicio del declive de la presencia catalanoaragonesa en el Languedoc. El acuerdo de Corbeil consumaría el repliegue de posiciones en el Mediodía francés. Las compensaciones, sin embargo, vinieron de los avances en Levante y el Archipiélago Balear emprendidos por Jaime I (1214-1276). La incorporación de Valencia como reino con sus fueros propios acentuó el carácter confederal de los Estados de la Corona aragonesa.
Menos afortunado fue Jaime I en otras decisiones: especialmente su testamento, que otorgaba a su primogénito Pedro Aragón, Valencia y el condado de Barcelona; al menor, también llamado Jaime, el reino de Mallorca, los condados de Rosellón y Cerdeña y el señorío de Montpellier.
Pedro III el Grande lanzaría a la Corona aragonesa a una política de autentico imperialismo mediterráneo. Los escarceos militares en el Norte de África fueron un mero preámbulo de su gran aventura: la incorporación de Sicilia a la casa real aragonesa tras la jornada de las "Vísperas Sicilianas". Pedro III, al enfrentarse con los angevinos del Sur de Italia, se convertía de rechazo en paladín de la reacción antipapal. Audacia que en los últimos años de su vida (muere en 1285) le supondría importantes contratiempos. Una cruzada lanzada contra los Estados de la Corona aragonesa sería a la postre rechazada por los estrategas del rey aragonés. El costo militar fue alto y no menor el político: obligado por las circunstancias y para lograr los necesarios apoyos, Pedro hubo de suscribir en 1283 el llamado "Privilegio General". Por el se comprometía a respetar los usos y privilegios tradicionales de la aristocracia aragonesa y de las ciudades. Daba así marcha atrás a las ínfulas autoritarias que habían caracterizado los primeros tiempos de su reinado.
El heredero de Pedro, Alfonso III, recibía una situación institucionalmente delicada. Las fuerzas vivas que habían plantado cara a su padre no estaban dispuestas a renunciar a sus conquistas y amenazaron con recurrir al apoyo castellano, francés y pontificio. El resultado fue la firma por el monarca aragonés del "Privilegio de la Unión" (1287) por el que se ratificaban y ampliaban las concesiones otorgadas en el General. Los años siguientes fueron de repetidas fricciones entre el rey y el sector unionista más duro. El tratado de Tarascón de 1291 que desbloqueó la situación exterior y cambió la actitud de los Papas hacia la casa aragonesa, fue un balón de oxigeno para Alfonso III que murió a los pocos meses.
Se abría un dilatado reinado: el de Jaime II (1291-1327) en el que el imperialismo mediterráneo experimenta un nuevo impulso. Bien de forma directa o a través de una rama menor -la dinastía aragonesa afincada en Sicilia- el "casal de Barcelona" lanzará sus tentáculos hasta la otra cuenca del Mare Nostrum. La fantástica aventura de los almogávares en el Imperio de Oriente es la más acabada y legendaria expresión de este proceso.